(I)
Cuando el cuarto miembro del grupo finalizó su exposición sentí como un sudor frío había empapado mi espalda y experimenté, una vez mas, esa sensación de pánico que tan bien conozco y tanto ha condicionado mi vida desde hace casi veinte años. Éramos once a la mesa, una amplia y lujosa estructura rectangular de moderno diseño situada en el centro de un espacioso y luminoso despacho que incomprensiblemente se encontraba dentro de un hangar en una zona industrial de las afueras de la ciudad de Sofía. En una de las cabeceras de la mesa, la que quedaba de espaldas a un amplio ventanal, estaba el coordinador del Seminario de Armonización Empresarial al que mis colegas de la clínica psiquiátrica donde trabajo me enviaron en contra de mi voluntad. La otra cabecera estaba vacía de tal modo que éramos cinco a un lado frente a seis al otro de la mesa.
Cada uno de los participantes procedíamos de distintos países de los mas dispares y variopintos sectores empresariales. Constituíamos un grupo netamente heterogéneo en el que ninguno de los componentes conocía a los otros diez miembros del grupo. Esa era una de las condiciones para ser admitido en uno de los mas elitistas seminarios formativos para directivos de todo el planeta, no por razones arbitrarias sino para que la dinámica de grupo funcionara según lo previsto en lo que prometía ser una innovadora metodología de trabajo. Me encontraba pues en el grupo no por mi condición de psiquiatra sino por ser uno de los socios y copropietario de la clínica de salud mental donde ejerzo mi profesión.
Llegó un momento en el que percibí que todo iba bien pese a mi reticencia inicial para asistir al seminario. Lo que no acababa de entender era por qué el comité organizador había escogido Bulgaria como sede (cada año se celebraba la asamblea en un continente distinto), un país en el que nunca había reparado y que, debo reconocer, me agradó desde el primer momento. Tan rápida fue mi integración en el equipo que valoré como positiva mi presencia allí y hasta me sentía a gusto mientras escuchaba a cada participante exponer, según un riguroso turno impuesto por el coordinador, sus motivaciones para participar en el seminario. Sin embargo, una vez que el cuarto de los componentes del grupo hubo terminado de hablar, tanto yo como el resto de los participantes nos percatamos de que el individuo había repetido infinitas veces una misma frase durante los escasos tres minutos que duró su intervención (“ustedes ya saben lo que quiero decir, ¿verdad?”) como una especie de obsesiva cantinela que años atrás ya le había escuchado decir a alguien y que de pronto hizo que se dispararan mis alarmas.
Ya en principio, cuando el sujeto número cuatro se presentó al grupo en la primera rueda de intervenciones sentí un pálpito de incomodidad que no llegué a entender por lo injustificado del malestar que me transmitía su sola presencia. Tal vez fuera su actitud, el modo de articular las palabras o incluso su forma de gesticular. No lo supe ni lo tuve claro al principio pero todo él en conjunto me hizo retroceder a un pasado relativamente remoto y de pronto dudé de que John Newman fuera el verdadero nombre del hombre que repetía “ustedes ya saben lo que quiero decir, ¿verdad?” tantas veces como veces respiraba al hablar.
(II)
Aunque en principio no le encontrara una explicación razonable a mi recelo, la reiteración del tal Newman por repetir su machacona frase a punto estuvo de provocarme un ataque de pánico. Fue entonces cuando tuve claro que aunque hubiera cambiado de aspecto con el paso de los años, tras el nombre de John Newman se escondía la personalidad de un hombre muy distinto de ese quien decía ser. De pronto vino a mi mente el recuerdo de unas sesiones de evaluación psiquiátrica celebradas veinte años atrás y fue como si el tiempo se minimizara hasta convertirse los años en segundos y el pasado en un presente tan real como el miedo que en ese momento sentía.
Corría el mes de enero de 1990 y yo actuaba como psiquiatra forense cuando un presunto asesino en serie llamado James Sullivan, que había sido mi paciente tiempo atrás, juró que me mataría “cuando todo esto termine” al estar convencido de que mi dictamen podría haberlo llevado al corredor de la muerte en lugar de a una institución psiquiátrica estatal como finalmente ocurrió. El fiscal había solicitado pena de muerte para Sullivan y todos en sala estábamos convencidos de que, en el mejor de los casos, el presunto asesino pasaría el resto de su vida entre rejas a no ser que el gobernador se levantara un día con el pie cambiado y decidiera que le administraran una inyección letal si finalmente era condenado a pena máxima. Pero la habilidad de la abogada de Sullivan, o tal vez el miedo que éste les transmitió a los miembros del jurado al asegurarles que regresaría del mas allá para matarlos a todos si era declarado culpable, hicieron que el veredicto considerara sus crímenes como la consecuencia de un trastorno mental y que nunca pisara la cárcel a pesar de que mi informe dejara bien claro que Sullivan supo lo que hacía en cada momento y discernió entre el bien y el mal cuando perpetró cada uno de sus asesinatos.
Tras la reclusión manicomial de Sullivan mi vida cambió por completo y no volví a ser el Franz Logan de antaño. Sufrí un intenso trastorno paranoico por miedo a que Sullivan escapara del centro psiquiátrico penitenciario donde estaba ingresado o se le diera de alta algún día. Si bien es cierto que nunca antes había temido por mi vida, desde que emití el informe Sullivan no he dejado de pensar en otra cosa mas que en llegar a perderla si se cumplía la profecía de aquél psicópata que desde entonces no pude apartar de mi mente.
(III)
Mientras el resto del grupo intervenía por turno rotatorio (curiosamente a mi me correspondió ser el primero en hablar) intenté reconducir mi miedo atribuyendo a una casualidad todo lo que me estaba sucediendo. «Tal vez sea un simple parecido físico entre Newman y mi antiguo paciente» pensé para explicar la reactivación de un delirio persecutorio que creía tener ya superado. Sin embargo, cada segundo que trascurría mayor era mi certeza de que Sullivan había regresado a mi vida bajo el nombre de John Newman y de que si estaba en Bulgaria era para cumplir su amenazante promesa.
Poco a poco me fue invadiendo el mismo miedo que sentía cada noche desde hacía veinte años atrás y comprobé como se incrementaba hasta rozar los límites del pánico. Era un miedo que me había ocasionado un exasperante insomnio que hizo de mí un adicto a los barbitúricos, unos fármacos que ya apenas se utilizan y que cada vez me cuesta mas conseguir, siempre con la ayuda de algún amigo anestesista que sabe mirar a otro lado cuando me ve desesperado.
Aproveché los vente minutos de descanso que siguieron a la intervención del undécimo participante para salir a la calle y fumar un cigarrillo tras otro mientras observaba a aquel psicópata departiendo amigablemente con unos y con otros. Sullivan –en ese momento no albergaba duda de que el falso Newman fuera James Sullivan y no otro- me pareció mucho mas joven que antaño mientras mi aspecto se había convertido en el de un viejo a pesar de que aun no he cumplido los sesenta. «Tal vez no me haya reconocido», reflexioné intentando aliviar la opresión que sentía en el pecho mientras mi corazón galopaba sin freno como si ansiara que sus cavidades estallaran.
(IV)
Eran las nueve de la noche cuando el coordinador del seminario puso punto y final a la sesión del día y se despidió de cada uno de nosotros mientras nos entregaba unas tareas personalizadas que deberíamos traer resueltas en nuestra cita de la mañana siguiente.
Aunque me alojaba en el Grand Hotel Sofía, un lujoso establecimiento situado en la calle Gurko, en pleno corazón de la ciudad y bastante lejos por tanto del apartado hangar donde se celebraba el seminario, decidí regresar dando un paseo tras consultar la ruta mas corta en el navegador que incorpora mi teléfono móvil y comprobar que no tardaría mas de media hora en llegar. Necesitaba despejarme y aclarar las ideas presintiendo que tal vez hubiera llegado a conclusiones erróneas. «Es imposible que sea él», me repetía una y otra vez intentando ser racional en medio de la confusión y el miedo que me invadía.
Cuando casi había conseguido tranquilizarme tuve la sensación de que había alguien que andaba detrás mío por unas calles que, al amparo de la penumbra, se me antojaron de pronto siniestras. Cabía la posibilidad de que solo fuera una apreciación errónea debida a mi alterado estado anímico, pero quise cerciorarme de que ninguno de los escasos viandantes que a esas horas deambulaban por los extrarradios de Sofía iba siguiéndome. Cambié de rumbo varias veces y cuando di un nuevo giro aleatorio andando con paso firme como si supiera a donde me dirigía, me vi desorientado en medio de una calle desierta que tal vez no condujera. Y fue entonces cuando, al reparar de nuevo y ya sin duda en los pasos que sonaban tras de mí, no tuve mas remedio que admitir que alguien estaba seguía mi mismo camino, un camino que solo podía conducir a mi desesperación.
Me detuve en seco y simulé hacer una llamada desde el móvil mientras aprovechaba para comprobar en el navegador como de lejos me encontraba del centro. Mientras permanecía quieto consultando el iPhone que llevaba en la mano, los pasos del extraño sonaron mas contundentes y cada vez mas próximos hasta que un hombre pasó por mi lado sin mirarme siquiera. En cierto modo respiré aliviado cuando el tipo me rebasó pero me inquietó que conforme se alejaba disminuyera la velocidad de su marcha.
Guardé de nuevo el móvil en el bolsillo de mi chaquetón tres cuartos de Loden y comencé a andar, esta vez mucho mas deprisa, con intención de adelantar al sujeto. Al llegar a su altura agucé al máximo mis sentidos y en los escasos dos segundo que estuve en paralelo a él mientras le adelantaba pude identificarlo como John Newman a pesar de la gorra inglesa con la que se protegía del frío.
Intenté racionalizar de nuevo la situación y elaboré la teoría de que todo era una simple casualidad que se estaba aliando con mi miedo, sin embargo mis glándulas suprarrenales fueron mas irracionales cuando dispararon un chorro de adrenalina que corrió por mis arterias como un rayo dirigido al área mas agresiva de mi cerebro.
(V)
Tras rebasar a Newman, al situarme de nuevo delante de él decidí andar mas lentamente al tiempo que empezaba a caer una incómoda llovizna que modificó el sonido de los pasos que seguían allí martilleando mi cerebro con un ritmo exasperadamente acompasado con los latidos que sentía en las sienes y que presagiaban una de mis peores migrañas. Crucé una calle cualquiera y me topé con dos viejas prostitutas que corrían a cobijarse en un portal al amparo de la lluvia que arreciaba cada vez con mas fuerza. Una de ellas me hizo una patética mueca que pretendía ser una sonrisa lasciva y luego me obsequió con un gesto que me pareció obsceno al ver que no le hacía ningún caso. El asfalto despedía un nauseabundo olor a orina y a vómito que me provocó varias arcadas. Giré por un angosto y oscuro callejón y decidí enlentecer aun mas mi marcha.
Los pasos de Newman, Sullivan o quien diablos fuera el tipo que iba detrás de mí, seguían sonando rítmicos, pausados y cada vez mas próximos. Guiado por un repentino impulso me detuve en seco, saqué un cigarrillo y fingí no conseguir darle lumbre accionando solo la rueda dentada del encendedor sin presionar palanquita del gas. Cuando el acechante rastreador me alcanzó y pasó por mi lado le pedí fuego con un gesto mientras mantenía la cabeza agachada y el cuello flexionado simulando no haberlo reconocido aunque hubiéramos compartido la misma mesa de trabajo hasta hacía apenas media hora.
Sin mediar palabra, John Newman introdujo su mano izquierda en el bolsillo de la gabardina (recordé enseguida que Sullivan era zurdo) en busca de un encendedor o tal vez de unas cerillas. Algo me dijo que ése era el momento oportuno de descuido que no debía desaprovechar y me abalancé sobre el tipo que me seguía lanzándolo con fuerza contra una mugrienta persiana metálica con una agilidad inusual en mí. En menos de dos segundos le había seccionado la yugular a Sullivan con la navaja suiza que desde mi época de boy-scout llevo siempre encima. Presa de una repentina ira que no era mas que una necesidad de liberación reprimida durante dos largos decenios, acuchillé varias veces al hombre que había convertido los últimos mi vida en un verdadero infierno, hasta tener la certeza de que mi pesadilla dejaba de respirar, dejaba de existir y salía de mi vida para siempre jamás.
Sudoroso y jadeante miré a un lado y a otro para comprobar con alivio que no había nadie en las inmediaciones. Salí de aquel lóbrego callejón tan rápido como pude y me encaminé hacia el centro de la ciudad orientado como estaba gracias al navegador del. Sentí que necesitaba andar, tal vez mas que nunca, y noté como el aire entraba en mis pulmones a chorro hasta llenarlos por completo, una sensación de plenitud y oxigenación que mi ansiedad crónica me había hecho olvidar desde hacía años.
Apenas transcurrieron quince minutos el paisaje urbano cambió radicalmente cuando fue desvaneciéndose la visión de unas fábricas de aspecto austero y nula estética así como los insulsos barrios con unos horribles edificios vestigio de la etapa soviética para dar paso, conforme me adentraba en el corazón de Sofía, a unos reconfortantes parques, terrazas, bellas avenidas y edificios imponentes así como una serie de iglesias, mezquitas y sinagogas que llamaron poderosamente mi atención como si necesitara entrar en una de ellas para dar gracias a cualquier dios por la paz que me inundaba.
Aunque tenía claro que no era el momento de hacer turismo no pude evitar pensar que Praga y Budapest, dos ciudades que conozco muy bien, tenían con Sofía un serio rival como destino turístico al este europeo. Sonreí al ver lo trivial de mi reflexión en una situación en la que debería centrar toda mi atención en llegar al hotel cuanto antes y pasar lo mas desapercibido posible.
Al poco cuando divisé la iluminación de la céntrica calle Gurko y al fondo el neón de mi hotel, tuve la sensación de estar ya casi en casa.
Tres cuartos de hora después del episodio vivido en aquel mugriento callejón de las afueras de Sofía, me encontraba confortablemente instalado en mi suite del Grand Hotel Sofía. Apenas llegué a la habitación tomé un trago largo con los dos primeros dos botellines que encontré en la nevera del minibar y tras darme una rápida ducha me metí desnudo en la cama. Por primera vez en veinte años, conseguí dormir de un tirón sin la ayuda de ninguno de mis habituales somníferos.
(VI)
Como cada mañana me encontraba trabajando en mi despacho. Habían transcurrido dos semanas desde mi regreso de Bulgaria y no me estaba con ningún paciente porque me había reservado las dos primeras horas de la mañana para poner en orden una serie de informes así como otros papeleos que se habían acumulado tras mi reciente ausencia por mi viaje a Sofía. Laura, mi enfermera, me anunció por el interfono que había alguien en la sala de espera que no estaba citado e insistía en hablar conmigo.
- Te agradeceré que te lo quites de encima Laura. Estoy liado con los informes y me vendrá justo empezar a las once con el primer paciente.
- Doctor Logan, lo he intentado –Laura era muy formal, mas bien formalista, y se resistía a utilizar el tuteo que tantas veces le había ofrecido- pero insiste en que es preciso hablar con usted. Dice que serán solo dos minutos.
- ¿Te ha dicho qué es lo que quiere? – dije con tono molesto, impaciente como estaba por seguir con los informes.
- No, pero puedo preguntárselo ahora.
- Haz lo que quieras pero no me vuelvas a interrumpir si no es realmente necesario.
- Creo que antes debería informarle de algo mas, doctor Logan…
- ¿De que tienes que informarme, Laura? -dije con voz cansina.
- El hombre que quiere verle fue paciente suyo hace muchos años. Casi veinte para ser exactos. Tengo aquí su historia clínica. Si quiere puedo llevársela a su despacho.
Al parecer, Laura, siempre tan eficiente, había anotado el nombre de la visita en libro de registros, como es habitual en estos casos, y tras comprobar que no se trataba de un paciente mío, al menos no alguien a quien estuviera visitando en la actualidad, acudió al archivo histórico donde se almacenan las historias clínicas mas antiguas de los pacientes dados de alta o fallecidos, e incluso las historias de pacientes que cada socio de la clínica atendimos en algún momento de nuestro ejercicio profesional aun antes de trabajar juntos.
- Aquí lo tiene doctor Logan –dijo Laura dejando sobre mi mesa un dossier de un par de centímetros de grosor.
Ni siquiera giré la cabeza para mirar el membrete del historial que mi enfermera había localizado en un tiempo récord. Tampoco era necesario. Haciendo un gesto insólito en mi coloqué el dedo índice sobre mis labios para pedirle a Laura un absurdo silencio mientras me acercaba sigilosamente a la puerta que daba a la sala de espera y que había quedado entornada. Me asomé por el resquicio y comprobé como en uno de los sillones aguardaba, aparentemente relajado, un hombre que, esta vez ya sin duda, era el auténtico James Sullivan a quien veinte años atrás tuve como paciente, un hombre que no guardaba parecido alguno con el John Newman al que había apuñalado en un callejón de Sofía y de quien la prensa de búlgara dijo que había muerto asesinado con ensañamiento como consecuencia de un atraco callejero.
(VII)
El verdadero Sullivan que aguardaba en la sala de espera de mi clínica exhibía un porte atildado y una actitud serena que nunca llegué a ver en él mientras fue mi paciente ni, por supuesto, cuando tuve que visitarlo en la penitenciaría estatal para emitir un informe por orden del juez que llevaba la causa de los homicidios que presuntamente había cometido.
Aunque dudé por un instante si recibirlo o no, le di instrucciones a Laura para que lo hiciera salir cuanto antes de la clínica. Volví a mirar por la rendija de la puerta y comprobé aliviado como James Sullivan abandonaba la sala de espera sin protestar y tras entregarle un pequeño sobre a la enfermera que ella me trajo de inmediato al ir dirigido a mi.
A partir de ese instante busqué el modo de ponerme de nuevo a trabajar con mis informes como si nada hubiera sucedido. Y así lo hice hasta que, pasado un minuto, la curiosidad pudo mas que mi esfuerzo por mantenerme sereno y cogí el sobre que ya había guardado en un cajón de mi mesa de trabajo. Contenía una breve carta manuscrita, apenas unas líneas, con una rúbrica debajo del texto que permitía leer sin dificultad el nombre de James Sullivan. No había fecha.
A la atención del doctor Franz Logan:
Distinguido doctor Logan, ante la eventualidad de que no me reciba, algo que considero más que probable habida cuenta de mi actitud hacia usted durante las últimas entrevistas que mantuvimos antes de mi ingreso psiquiátrico, quiero hacerle saber que muy a pesar de mis amenazas no le guardo rencor alguno y que cuando las proferí no era consciente de lo que hacía como tampoco lo fui cuando asesiné a todas aquellas personas. En la actualidad me encuentro totalmente recuperado y en condiciones de reinsertarme a una sociedad a la que siempre rechacé y a la que nunca consideré digna de respeto alguno. Se me ha concedido la libertad provisional y en solo un par de años tendré la definitiva, un privilegio que quiero dedicar para devolver el bien como compensación por todo el mal que hice, un empeño que aunque sé que será imposible de cumplir en su justo equilibrio intentaré llevarlo a cabo hasta los últimos días de mi vida.
Le pido perdón por todo el daño que pueda haberle hecho, doctor Logan.
Sinceramente: James Sullivan
(VIII)
Eran cerca de las tres de la tarde y me encontraba a punto de finalizar la sesión con mi último paciente de la mañana cuando Laura irrumpió en mi despacho entrando sin llamar y con gesto circunspecto.
- ¿Qué pasa Laura? -le espeté molesto por la interrupción.
- Verá doctor Logan.. –dijo ella con la voz entrecortada- ahí afuera hay dos policías. Uno de ellos parece extranjero. Dicen que quieren hablar con usted en relación a un tal John Newman.
- Salgo enseguida Laura –dije mientras una sensación de frío me recorría la espalda desde la nuca hasta la región lumbar- diles que en cinco minutos terminaré mi sesión el paciente que estoy atendiendo y me pondré a su entera disposición.
Apenas salió mi enfermera, me dirigí a mi paciente, que parecía ausente y ajeno al diálogo que acababa de mantener con Laura.
- Le ruego me disculpe por la interrupción señor Cohen.
- No hay nada que disculpar doctor Logan.
Me puse las gafas de cerca que tenía sobre la mesa, ojeé las notas que había tomado sobre evolución del señor Cohen, firmé el informe de la sesión y lo guardé en el sobre que luego Laura archivaría en la historia clínica. Me quité con parsimonia las gafas y sonreí a Robert Cohen –creo que nunca antes lo había hecho en su presencia- mientras abría el primer cajón del lado derecho de mi escritorio y, ante los atónitos ojos del paciente, saqué un revolver, me introduje el cañón por la boca tan rápido que a Cohen le fue imposible reaccionar, apreté el gatillo y sonó un estruendo que rompió en mil pedazos la calma que reinaba en el ambiente.
Milagrosamente –según los cirujanos y desafortunadamente para mi humilde entender- la bala que me disparé delante del señor Cohen recorrió un trayecto limpio y no llegó a afectar ninguna estructura vital. El resultado fue un solo par de meses en el servicio de Cirugía General del Hospital Columbus hasta que me encontraron en condiciones de ingresar en la Penitenciaría de Lucasville en Ohio, lugar desde donde escribo esta crónica para que nadie llegue a distorsionar mi historia con fantasías, añadidos o sensacionalismos innecesarios.
Alberto Soler Montagud